Llevo casi 10 años enseñando yoga y más aún practicándolo. Sin embargo, yoga como palabra no define mi inmenso amor por lo que recibo diariamente de la práctica: cada oportunidad de saborear la vida, coger la mano de mi marido, mirarle a los ojos, disfrutar de una comida lentamente, enfrentar un problema con calma y amor no tiene precio.

Sé que cuando estoy en el estado yóguico, o en el flow del amor del universo, ando cantando como si la vida en sí fuera un milagro, y este milagro no se puede crear solo:

Comunidad: una alumna mía, que viene y va (siempre me hace ilusión verla aunque trabaje mucho) entró en el estudio la semana pasada y dijo: » He llegado a casa».  Me hizo reflexionar de mis intenciones de compartir la práctica. Una de ellas, que creo es la más importante para mí, es crear un espacio sagrado, fuera de juicios y críticas.  Donde las personas, sin importar su físico, educación, experiencia, cuenta bancaria, trabajo, nacionalidad, religión, dieta, creencias, e historia se sientan libres de moverse y respirar como son.  Se sientan protegidas, seguras, cómodas y amadas simplemente por el hecho de ser humano.  Mi intención era esta y escuchar que este mensaje llega a los practicantes me llena con energía para seguir.

Sólo porque practico yoga diariamente y medito, no significa que todo fluya. Hay momentos duros pero trato de volver al amor en cuanto me doy cuenta. El milagro de la vida no es coger lo que quieres, sino estar presente para la asignatura.

Sat- verdad.

Nam – hacer una llamada o identificarse.

Para que la práctica funcione necesitamos la profe/facilitador, la enseñanza y para mí lo más importante:la comunidad.

Nueva fe. Personas que están buscando la espiritualidad sin denominación, buscando el concepto de certidumbre de que hay algo más que ellos, un poder de rendirse, soltarse y sentirse humilde. Y por el otro lado tener fé.

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